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Una sociedad indolente

viernes, 19 febrero 2021 - 05:06
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    Por Carlos Rojas Araujo
     
    Tengo una tía de 60 años con  diabetes agresiva e hipertensión. Su principal alegría es  cuidar a su nieto de un año. No lo  puede hacer porque si se contagia  de coronavirus, las posibilidades de  morir son altas. Su hija es odontóloga y está expuesta, como ninguna  otra persona, a transportar la enfermedad. ¿Por qué mi tía no recibió  la vacuna que el ministro de Salud,  Juan Carlos Zevallos, destinó sin  ningún argumento convincente a su  madre de 87 años?
     
    Estoy seguro que esta pregunta  se habrán hecho miles de personas  vulnerables que, con indignación,  ven cómo el palanqueo se impone hasta en los aspectos más sensibles de la convivencia. Este episodio  de indelicadeza nos da la suficiente  carne para alimentar las críticas a los  gobernantes que, al acostumbrarse al poder, hacen del servicio público la fuente de todas sus prebendas.  Nos sentimos indignados…
     
    El problema es que esa indignación solo quita puntos de popularidad, puede virar una elección o hasta  tumbarse un gobierno si la ira se desborda por las calles. Pero incide muy  poco en nuestras conciencias y, por  más lecciones que nos dé la vida, nos  mantenemos como seres irreflexivos.
     
    El enfado por Zevallos, en sí, no expresa el repudio que debiera despertar la costumbre tan ecuatoriana  del palanqueo. No, la molestia se da  porque es el Ministro, y no nosotros,  quien goza de una posición privilegiada con la cual destinó un par de  las escasas ocho mil dosis que llegaron para proteger a su madre. Cuando en el seno de nuestras familias  esta discusión pasó del enfoque político y tocó fibras familiares, han sido muchas las personas que vestidas  de un amor filial, casi indecoroso, reconocen que por una madre o un hijo se hace lo que sea… Incluso, aprovecharnos de lo público para obtener  un beneficio personal.
     
    Así nuestra política, la administración estatal y nuestro papel como  seres comunitarios pasa a segundo  plano cuando frente a determinadas circunstancias nos damos cuenta que, para bien o para mal, todos  tenemos un precio.
     
    José Saramago, en su “Ensayo sobre la ceguera”, retrata con absoluta sabiduría la pequeñez de  los seres humanos cuando ante la  anarquía, el miedo y la escasez, nos  olvidamos de nuestro rol social para  pelear por la supervivencia, pues así  funcionan los instintos y la biología.
     
    Por eso resulta infame que nos indignemos por la falta de transparencia y los anuncios propagandísticos con los que el Gobierno ha manejado la  llegada de las poquísimas vacunas contra  el COVID-19, así como por la discrecionalidad con la que se las administra, mientras no cuestionamos, ni enmendamos,  nuestro mal comportamiento e innecesaria exposición al virus para evitar que  el sistema de salud se sature de enfermos.
     
    Si continúan las fiestas clandestinas  y familiares, si violentamos las normas  de restricción, si no somos conscientes  del peligro que corren nuestros padres y  abuelos por nuestro propio descuido, no  tiene sentido criticar solamente a Zevallos y su privilegiada posición de poder.
     
    Las vacunas que lleguen en estos  meses deben ser exclusivamente para el  personal sanitario que enfrenta la pandemia. El resto de ciudadanos, incluyendo mi tía, debemos esperar a que nos  llegue el turno reduciendo las posibilidades de contagio. ¿Es mucho pedir?

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