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Para leer, presente su cédula

miércoles, 26 febrero 2020 - 03:32
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    Almuerzo en un restaurante. Pago la cuenta y me piden la cédula. Camino a una cita de trabajo en un edificio de oficinas y, para ingresar, me retienen la cédula. Acudo a realizar la revisión técnica de mi vehículo y, ¿qué creen? Sí, otra vez, la cédula. 
     
    Hay una constante en la vida del ecuatoriano: La presentación de nuestra cédula de ciudadanía es una condición que irradia todos nuestros actos públicos y privados. Es una exigencia imperceptible, normalizada, una fascinación que comunica una serie de mensajes sobre quiénes somos, sobre cómo entendemos la interacción social.
     
    En Ecuador, el Estado parte de la desconfianza frente al aspecto más básico de un ciudadano: su identidad. Para los Ministerios, las Agencias y los funcionarios públicos, el pedazo de plástico en el que el Gobierno reconoce nuestros nombres y datos personales, es la llave de nuestra identidad. Sin ese carnet, no somos, no actuamos.
     
    Y esa dinámica en la que los ciudadanos debemos, de entrada, partir por “probar quiénes somos”, hoy se ha replicado en la mayoría de esferas sociales, incluyendo el mundo privado. Sin mi cédula no entro a un edificio, no puedo pagar con mi tarjeta de débito, no cobro un cheque ni puedo emitir una factura. Mi cédula es la evidencia de que existo. 
     
    Ahora bien, parece lógico que debamos tener un documento que nos identifique para realizar trámites públicos y entrar a espacios privados, parece razonable, ¿no? Aunque puede haber opiniones encontradas, para mí, no lo es.
     
    Pensemos en Estados Unidos, un país donde se parte de la confianza y se castigan los actos indebidos. Allí, el Estado simplemente no emite cédulas y solo el 42% de la población tiene un pasaporte, que es el único documento federal que acredita los datos básicos de la persona. El americano común y corriente no tiene que andar por la vida probando quién es. Ahí hallamos un paradigma de sociedad distinto: una ciudadana estadounidense puede pagar con su tarjeta de crédito sin que se le pida la cédula porque, en esencia, ese sistema cree que ella es la titular y que no está estafando a nadie. Resulta extraño, entonces, si partimos de esa confianza, pedirle a priori que pruebe quién es, que desvirtúe un potencial fraude. En los edificios en Estados Unidos no te piden la cédula porque con solo dar tu nombre es suficiente. 
     
    De esos pequeños detalles se forman las sociedades y, aunque parezca extremo, estoy convencido de que la obsesión de nuestro país con la “presentación de la cédula” casi como un requisito de existencia, está íntimamente ligado con el poder del Estado para meterse en las esferas más íntimas de los ciudadanos. Llega a tal punto que nuestra identidad: nuestro nombre, nuestro género, los nombres de nuestros padres deben probarse para las cosas más básicas: caminar por un edificio, pagar una cuenta, viajar, vivir. 

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