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Se acabó la suerte

jueves, 3 septiembre 2015 - 08:26
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    Ecuador escogió un modelo impulsado por el elevado gasto público. La bonanza nos hizo olvidar la importancia de mantener bajos nuestros costos de producción.

    Desde el inicio de la dolarización, tuvimos la suerte de contar con un dólar que perdía valor en relación al resto de monedas. Pudimos aumentar agresivamente salarios y costos de producción más allá del incremento en productividad. Se podría decir que vivimos en el mejor de los mundos: astronómicos precios del petróleo y una moneda débil que nos permitió competir sin problemas en el mercado internacional. Pero en 2015, la suerte nos abandonó.

    Se desplomaron los precios de las materias primas reduciendo los ingresos de todos los países especializados en estas exportaciones. Frente a esta disminución en su riqueza, sus monedas perdieron valor abaratando sus exportaciones mientras que sus compras al exterior se encarecieron. Este es el mecanismo de ajuste en los países con moneda propia.

    Ecuador también recibió el impacto de la caída del precio del crudo, su principal producto de exportación. Pero en nuestro caso, hay una complicación adicional. El valor del dólar no depende de nuestro ciclo económico, sino de la salud de la economía norteamericana. En este momento de debilidad de la economía ecuatoriana, el dólar está particularmente fuerte complicando la competitividad de nuestras exportaciones no petroleras. ¿Cuáles son las consecuencias? Cuando ingresan menos dólares, disminuyen las ventas, se reduce la inversión y se destruyen empleos. Este es el doloroso mecanismo de ajuste automático.

    No faltarán voces que quieran culpar a las rigideces de la dolarización por el desequilibrio que se ha generado. Pero los limitantes de este sistema monetario ya eran conocidos de antemano, aunque hasta ahora solo habíamos disfrutados de sus beneficios. Debimos aplicar una política económica consistente con la dolarización.

    ¿Cuál fue el problema? Que Ecuador escogió un modelo de impulso de la economía a través de un elevado gasto público que terminó desplazando a la inversión privada y empujó al alza los precios internos. La bonanza nos hizo olvidar la importancia de mantener bajos nuestros costos de producción.

    Vemos con preocupación que Colombia, en términos reales, es ahora un 31 por ciento más barato que Ecuador, Brasil un 27 por ciento y Japón un 20 por ciento. En pocas palabras, nos hemos vuelto un país caro. Esto complica nuestra capacidad de competir en el exterior frente a países con monedas débiles que además se han preocupado por alcanzar acuerdos comerciales con Norteamérica y Europa para garantizar que sus productos no tengan recargos arancelarios.

    En dolarización no es posible ocultar las ineficiencias vía devaluaciones. Tenemos que atacar la raíz del problema incrementando nuestra productividad y competitividad. Requerimos más inversión privada para dar un salto tecnológico que mejore nuestra capacidad de producir con menores costos. Desde el sector público busquemos reducir la complejidad de los trámites y permisos de producción. Pero sobre todo, seamos más agresivos en la apertura de mercados para colocar competitivamente nuestros productos en el exterior. El desafío es complejo. La próxima ocasión confiemos más en el trabajo y menos en la suerte.

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