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Mis diez minutos como JLo

17 agosto 2020 - Revista Hogar

 
“El vuelo está lleno y le hemos hecho un upgrade a cabina business”. Eso en español significa: “¡No vas a viajar como cuy, alégrate, llaminga!”
¡Once horas! Regresaba de Madrid y solo de imaginar el vuelo y el estrecho asiento de clase turista, me sentía nerviosa. Mis piernas presentían el dolor de rodillas, mi cuello se preparaba para los incómodos cabeceos y  mis brazos se alistaban para la lucha feroz que libraría con el vecino de asiento para defender mis tres centímetros de reposa-codo que no estaba dispuesta a cedérselos: “¡Atrévete a sobrepasar la frontera de tu codo y te asfixiaré con las mascarillas amarillas y luego lanzaré tu cuerpo al Atlántico… haré que parezca un accidente”. Perdón, soy una mujer de paz, pero odio a los abusivos de codo en avión.
Llegué a la sala de embarque y mientras aguardaba el llamado recordé el consejo de mi amiga Alicia: “Si te pones nerviosa, pide una copa de vino. O dos. Mejor tres… viajarás inconsciente, no te despertarás ni con las turbulencias de Tababela”. Ella lo dice por experiencia: siempre viaja borracha, incluso si se va en bus a Latacunga.
De pronto, escuché mi nombre por el megáfono, “… acérquese de inmediato al mostrador”. Se me congeló el alma, aunque soy inocente de cualquier cargo tiendo a imaginar lo peor: Quizá estornudé demasiado fuerte y me someterán a cuarentena por coronavirus… o tal vez encontraron algo sospechoso en mi equipaje… o quizá hay una delincuente que se llama igual que yo, ¡claro, eso debe ser, tengo el típico nombre de terrorista! 
Al llegar al mostrador, el encargado me dijo: “El vuelo está lleno y le hemos hecho un upgrade a cabina business”. Eso en español significa: “¡No vas a viajar como cuy, alégrate, llaminga!”. ¡No lo podía creer! Era como si me hubiera sacado la lotería.
Llegué a la cabina de clase ejecutiva, el asiento era tan cómodo que, de pronto, me sentí como asambleísta. ¡Esto es vida! La azafata me preguntó: “¿Una copa de champán? ¿Desea frutos secos?”. Ese momento pasé a sentirme como Jennifer López. “Le dejo las opciones de menú exclusivo para business y los vinos recomendados por el sommelier”. Ahí sí pasé directamente a sentirme Meghan Markle. Todo era perfecto, la vida me estaba sonriendo ¡y tenía reposa-codos para mí sola! En un gesto de ecuatorianidad me tomé veinte selfies y se los envié a mi familia y amigos.
Sentada a mis anchas, cerré los ojos con la copa de champán en la mano, para disfrutar por un momento de aquella irrealidad. De pronto, algo indescriptible me hizo abrirlos de nuevo. Un olor. Un olor insoportable.
En el asiento contiguo viajaba un señor encorbatado que olía como si llevara un perro muerto dentro del pantalón. Yo era Mehgan Jennifer, y él era un zorrillo en business.  El suyo era un coctel explosivo de olores. Se mezclaban los “de arriba” con “los de más abajo” y con los pies, pero además se acentuaban con otros aromas que quizá provenían de sus preferencia alimenticias (pude reconocer queso, habas y yogurt).
La fetidez era tan bestial que cuando levantó los brazos para colocar su equipaje en el maletero superior me pareció que de sus axilas salían murciélagos. El aletazo me cristalizó la conjuntiva, me secó la tráquea y creo que perdí la conciencia durante varios segundos.
“¿Se encuentra bien, señora?” me preguntó la azafata. “¡No! —respondí— creo que sufrí un infarto de pituitaria y un colapso nasal, por favor, quiero que me regresen a clase turista”.  No fue posible. El vuelo estaba lleno. Gracias a eso, pasaré a la historia como la primera pasajera business que viajó once horas de pie junto al baño. O sea, como cuy.
 

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