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Simón

jueves, 19 noviembre 2015 - 08:00
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    Si se ha de condenar todo tipo de violencia, ya no digamos las sabatinas presidenciales, habría que retirar el monumento a Bolívar. Después de todo, el venezolano ejerció la violencia, y la Corona Española lo consideró un terrorista.

    La Secretaría de Comunicación de la Presidencia de la República del Ecuador ha colgado en la matriz del Banco Central una gigantografía de una de las fotos más preciadas de su arsenal goebeliano. En ella, manifestantes opositores enfrentan con palos en punta a la policía, durante las protestas de los meses pasados contra el atrabiliario Gobierno de Rafael Correa.

    Al contrario de lo que se dice vulgarmente, las imágenes ni siempre dicen más que mil palabras, ni ellas hablan por sí solas. Esta verdad ha sido perfeccionada por los inquisidores deontológicos de la comunicación paternalista del mismo socialismo del siglo XXI que, en el papel, repletó a los ciudadanos de derechos y empoderamientos, que en la realidad sólo podremos practicar y ejercer una vez hayamos asumido la dirección del Estado en nuestras conciencias. Así, la foto es rematada, nunca mejor dicho, nada más y nada menos que con una cita de Mahatma Gandhi, condenando “cualquier” uso de violencia.

    Pero como la semiótica no es patrimonio de los correístas, aun cuando lo lleven intentando ya nueve años, es fácil advertir que la propaganda funciona ante todo como advertencia. Situada justo al final de la avenida 10 de Agosto de Quito, entrada simbólica y real al históricamente convulso centro colonial donde tantos tiranos han sido derrotados, muchas veces por los mismos que los llevaron al envanecimiento del poder absoluto, el subtexto de la pieza va dirigido a los manifestantes por venir: aténganse a las consecuencias.

    Más que ofender nuestra moral, el uso de Gandhi como garrote, es decir con propósitos protervos, atenta contra nuestra inteligencia y nuestros derechos humanos. Si se ha de condenar todo tipo de violencia, ya no digamos las sabatinas presidenciales, habría que retirar el monumento a Bolívar situado justo al frente del mentado edificio del Banco Central. Después de todo, el venezolano ejerció la violencia, y la Corona Española lo consideró un terrorista.

    La emancipación también engendra tiranos. De niño yo deseé con todas mis fuerzas ser militar. Ocurre que, cuando mi padre fue Presidente, lo que más me fascinó de Carondelet fueron los cambios de guardia y toda la pompa y el adorno de lo militar: sus uniformes impecables, absolutamente demenciales e imprácticos; sus exactísimas coreografías, sin sentido alguno en la cotidianidad; su lenguaje lleno de simulacros. Sólo ACME, Bob Fosse o Los Muppets me producirían, por esos años, una seducción similar a la que despertaba en mí el mundo militar, que según mi ingenua mirada giraba completamente en torno a lo teatral, al menos en su sentido más abstracto: el de la pura forma.

    La forma es algo muy subyugante, capaz de generar una atracción que elimina toda criticidad. Los primeros Beatles, los más sonsos y convencionales, desmayaban a adolescentes histéricas en conciertos donde se infartaban sin poder siquiera oír las canciones de sus ídolos, por culpa de los alaridos que ellas mismas pegaban. Tal vez necesitaban una excusa para poder gritar, en un procedimiento parecido al que desde hace décadas emplean, con su fidelidad a las telenovelas, masas de explotados y auto explotados para poder reventar sin alterar el confort que les brinda su sumisión.

    Ignorante de las dificultades de la transición de la dictadura a la democracia en ese lejano 1979, yo me cuadraba con sumo placer ante los que acababan de dejar el poder, y siendo el hijo de mi padre y de mi madre, les llamaba “mi Coronel, mi Capitán o mi Sargento”, granjeándome el aprecio de oficiales y tropa. Mi madre y mi padre simplemente suspiraban. Quizás me veían con la misma paciencia y ternura con la que yo veo ahora a mi hijo cuando, en ciertas ocasiones, se subyuga ante alguna tontería. “Ya pasará”, habrán pensado. Y así fue, afortunadamente.

    Pero tal vez mis progenitores también pensaban que algo de responsabilidad tenían en la seducción que el ejército ejerció sobre mí: me habían enseñado a amar a Simón Bolívar, y esos cadetes y oficiales, según yo de juguete, pero que en la realidad nos estudiaban, perfilaban y sitiaban, se vestían muy parecido al Libertador.

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