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Bla, bla, bland

jueves, 9 marzo 2017 - 11:27
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    Fue por aburrimiento que hace años dejé de ver la mayoría de los productos más "mainstream" de la industria del espectáculo, con excepción de la práctica totalidad de los estrenos infantiles, una cifra en descenso conforme crece la predilección de mi hijo hacia otros entretenimientos, incluidos los animes que no suelen llegar a nuestra cartelera. 
     
    Un día, asombrosa y azarosamente, estrenaron “El niño y la bestia”, de Mamoru Hosoda (Japón, 2015), a cuya segunda función en uno de los complejos más tumultuosos de Guayaquil acudimos. Fuera de nosotros dos, no había nadie más en la sala. Dado el desierto cultural para niños y niñas que es nuestra ciudad, él me preguntó: ¿por qué pasa esto?
     
    Yo le contesté algo así de anacrónico: por razones similares a las que hacen que Correa lleve 10 años gobernándonos. Anacrónico e impreciso: la razón fundamental de mi desinterés por “La, La, Land” no es ideológica, sino material.
     
    Desde antes de “Cantando bajo la lluvia” (Stanley Donen, 1952) hasta “Mulholand Drive” (David Lynch, 2001) pasando por “El Show de los Muppets” (el programa original de los setenta) y casi todo Bob Fosse (“Lenny”, “All that Jazz”, “Cabaret”, “Star 80”), la idea ridícula del cine, y en general del show business, como fábrica de estrellas y espacio de ensoñación, ha servido para crear algunas de las obras más potentes de su historia. 
     
    Sin entrar a las críticas de los "jazzistas" más serios, acerca de la debilidad y el convencionalismo de su banda sonora, las formas en las que he visto tratados y retratados los cuerpos de Ryan Gosling y Emma Stone son las que me echan para atrás de “La, La, Land”, su extremo naturalismo y cosificación. 
     
    Tal es la paradoja de Hollywood: criticar y oponerse a Trump en teoría, pero no dejar, en la práctica, de producir fábulas que domestican, anestesian y hacen posible al monstruo. 
     
     
    Amo el cine musical, tanto en sus derivas clásicas como en sus tentativas más heterodoxas, artesanales o de pequeño formato, del tipo “Hedwig and the Angry Inch” (James Cameron Mitchel, 2001), una de mis películas favoritas de toda la vida; sino que entiendo estructuralmente al teatro, y quizás también a la vida, como un fenómeno eminente- mente musical, como una partitura. 
     
    Esto, por cierto, es nada original de mi parte: es presocrático, es andino, es shakespeariano, es nietzcheano, es meyerholdiano, es Merrie Melodies y Looney Tunes, es 2001: Odisea del Espacio, es Hermeto Pascoal, pero también es trágica y fársicamente lo que late, y a la vez ellos reprimen, detrás de los actuales despropósitos (American Idol, Factor X, etc.) con los cuales el espectáculo cercena y cuadricula los impulsos de nuestra especie.
     
    Siento que vivimos a medio camino de la Suite televisiva Opus 83, de Pierre per Epiztner (heterónimo de Johann Sebastian Mastropiero), con la que Les Luthiers parodió y profetizó hace décadas la imbecilidad estructural de la televisión convencional, y de los personajes del video 2+2=5 de Radiohead, literalmente acongojados y deprimidos en la cárcel de su entretenimiento a la vez caníbal, pornográfico y altamente cristiano. 

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