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Groucho y José Hernández

viernes, 6 marzo 2015 - 09:49
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    Creo que la realidad es algo mucho más complejo que esa férrea, falsa y arcaica dicotomía entre los marxistas y exmarxistas que deberían hacer, otra vez, autocrítica y contrición; y unos liberales, neoliberales y conservadores a los que al parecer solo se les puede exigir financiamiento.

    El periodista José Hernández ha buscado enzarzarse desde su blog en una polémica con Alberto Acosta y con lo que él considera la izquierda anquilosada. Comparto muchas de sus objeciones al proceder histórico y político de esas facciones (sobre todo la detracción de su respeto a los derechos humanos en función de la línea ideológica de las víctimas), pero no necesariamente por las mismas razones que él esgrime.

    Para Hernández los únicos socialismos válidos y modernos serían aquellos capaces de renunciar a su crítica radical al capitalismo y aceptar a la democracia liberal y a la economía social de mercado como verdades y prácticas inalienables. Pero resulta que esos artefactos también son históricos, y por ende finiquitables, o al menos desmontables como instrumentos arcaicos y fundamentalmente ideológicos, más allá de su asombrosa capacidad para mutar y actualizarse.

    Nunca como hoy el marxismo había sido un fantasma tan espectral y ausente: el control estalinista y el Libro Rojo de Mao devinieron en la producción de un férreo capitalismo mafioso de Estado. Se dirá que en ambos casos “falta” la democracia liberal. Pero ella nada pudo hacer para contener la voracidad criminal del PP y el PSOE en España, de los partidos tradicionales en Grecia y de la hegemonía alemana en la Unión Europea, que alguna responsabilidad tendrán en el surgimiento de los tan objetados, desde esa perspectiva de pureza liberal, Podemos y Syriza, cuyo triunfo Hernández objeta que suscite alegría en la izquierda ecuatoriana.

    No simpatizo con ninguno de estos dos movimientos (siempre he sido marxista de la tendencia Groucho, “alguien que consideraría degradante entrar a un club que fuera capaz de aceptar a alguien como yo como socio”). De hecho me deprime que para poder gobernar, paradójicamente por la sana regla del juego de la democracia parlamentaria europea, Syriza haya debido pactar con la extrema derecha xenófoba de Grecia, un país cuya complejidad actual mayormente desconozco.

    A España, en cambio, no solo la conozco: la he llegado a amar y a considerar de mi pertenencia e incumbencia, quizás de un modo algo siniestro, siguiendo un poco la teoría de Blanchot en cuanto a cómo la tragedia y la catástrofe generan comunidad.

    Yo viví los seis años de gobierno de Salinas de Gortari en México y los seis de Aznar en España, incluyendo el escándalo del derramamiento de chapapote del Prestige en las costas de Galicia, la participación española en la guerra e invasión de Irak y los atentados de Al-Qaeda en Madrid; y la sensación de despolitización de las mayorías vía el chantaje del acceso al consumo y al confort que se ha vivido en los años de Correa y el petróleo a 100 dólares no me remiten exclusivamente al modelo de Hugo Chávez, sino al neoliberalismo ejemplar de los 90 y al fascismo católico de los herederos de Franco.

    En esta columna he criticado a Correa (y a Acosta) desde el primer día. Nunca creí en el proceso constituyente de Montecristi, para mí viciado desde el principio. Pero creo que la realidad es algo mucho más complejo que esa precisamente férrea, falsa y nuevamente arcaica dicotomía entre los marxistas y exmarxistas que deberían hacer, otra vez, autocrítica y contrición, desde el gulag hasta Fidel Castro; y unos liberales, neoliberales y conservadores a los que al parecer solo se les puede exigir financiamiento.

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